Daniela Cott era recicladora en las calles de Buenos Aires, pero su destino estaba en el modelaje. No es una película de Hollywood: es la historia real de una mujer que trabajaba en las basuras y que hoy convive con la fama.
Primero bajaron los colchones y eso —los colchones— era casi todo lo que tenían. El camión que los mudaba desde un suburbio de la ciudad de Buenos Aires llamado Villa Albertina hasta otro suburbio llamado Villa Caraza no pudo cruzar el puente (el puente: siete maderas rotas) de modo que la mujer, el marido y cinco hijos tuvieron que cargar colchones y caminar hasta el sitio donde iban a empezar la vida nueva: un lomo de tierra seca en medio de aguas famélicas pero un lomo de tierra que, al fin, podrían llamar suyo. El hijo mayor preguntó: "Mamá, ¿acá vamos a vivir?". Y la mujer dijo: "Sí, mi amor, acá". Y porque no había otra cosa —ni un techo, ni un tinglado— dispuso los colchones bajo las estrellas. Cuando todos se durmieron miró a su manada sobre la tierra yerma y vio lo que tenían por delante: más de lo mismo. El barro, la pobreza, los trabajos duros. Y pensó: "Ojalá uno de nosotros salga de todo esto".
Era el verano de 1984. La mujer se llamaba —se llama— Juana. Ocho años después nacería la respuesta a sus ruegos atendidos: una niña —su nieta— que llevaría un nombre común. Se llamaría Daniela.
***
—Daniela, tranquila, por favor.
Es 2008, Buenos Aires.
Salvador Jaef —un hombre prolijo que tiene oficinas prolijas en un edificio prolijo del centro de la ciudad: dos o tres pisos discretos, señoriales, revestidos de boisserie— es médico y líder del Grupo Jaef de Estética y Salud e Implantes Dentales, una serie de clínicas abocadas a la estética pura y dura, y ahora mira con recelo a una chica joven que despliega fotos de ella misma en la pantalla de su computadora.
—Daniela, tranquila, por favor. La computadora es una cosa privada.
Salvador Jaef es, además de médico y líder, representante desde 2007 en la Argentina de Elite Model Management, una de las agencias de modelos más importantes del mundo. Por eso está aquí, en su despacho —escritorio de vidrio cubierto por gran paño de cuero, libros, globos terráqueos—, mirando con recelo a Daniela, 16 años, ojos verdes, gesto torvo, que toquetea el ratón con la misma desaprensión con la que, hace tiempo, grabó con lapicera, y sobre el gran paño de cuero que reviste el escritorio de Jaef, dos nombres: el suyo, el de Matías.
—Matías. El novio. Cuando hizo eso la quería matar. Pero ahora está más tranquila. ¿No, Dani?
Y Dani no dice nada.
En otros mundos los llaman, amablemente, recicladores, y lo que hacen, por tanto, es reciclar. En Buenos Aires, Argentina, al arte de revolver basuras y separar botellas, cartón y papeles para después venderlos, se le llama cartonear. Daniela —Dani: Daniela Cott— fue, hasta hace dos años, cartonera, alguien que vive de recoger lo que los demás desprecian. Pero, desde el 12 de noviembre de 2007 es, además, la ganadora del Elite Model Look Argentina 2007, un concurso que Elite organiza en varios países con el fin de encontrar nuevos talentos para el modelaje y de donde surgieron carnes como las de Esther Cañadas, Gisele Bündchen y Cindy Crawford. Salvador Jaef, el hombre de Elite en la Argentina, es, por tanto y obligadamente, el representante de Daniela Cott. Y gracias a eso, a ese destino cruzado, tiene sobre su escritorio, grabado sobre cuero fino, el nombre de dos seres a los que conoce apenas. Daniela. Matías.
—No es fácil.
Ojos azules, manos en el bolsillo, Salvador Jaef suspira, como suspiran los hombres resignados.
***
Daniela Daiana Cott es nieta de Juana de Orellana, hija de Olga Cristina Orellana y de Hernán Rodolfo Cott, y hermana de ocho hermanos que tienen entre 25 y un año y medio. Sus padres ya no están juntos pero estuvieron mucho. Se conocieron cuando Olga tenía 19 y Hernán 14. La pasión fue irrefrenable, la vida fue difícil. Olga trabajó limpiando casas, Hernán como albañil, y el 28 de abril de 1992 les nació una nena a la que llamaron Daniela Daiana que se reveló arisca desde el principio: mordía a sus maestras del kínder, despreciaba las muñecas para abrazar el fútbol. Creció con una sola amiga con la que se ensañaban en peleas de macho y jugaban a romper los autos a pedradas. Odiaba las faldas y las cintas en el pelo. Odiaba —odia— dormir sola. Le gustaba —le gusta— jugar con barro. Creció dura, feroz, pendenciera, peleándose en la calle a puño limpio. Nadie esperaba de esa muñeca difícil otra cosa que no fueran problemas.
***
A las oficinas de Salvador Jaef hace rato que no entra el sol. Es de noche y Daniela Cott está cansada. Usa jeans, botas cortas de cuero, camiseta lila. Compra su ropa en los mejores negocios de Constitución, un barrio de clase baja donde todo se consigue —y ese todo es amplio: incluye gente— por un puñado de pesos.
—No me gustan los shoppings. Para qué, si en Constitución lo pago más barato.
Tiene el pelo largo, las piernas ídem, la mirada de reojo, el discurso adiestrado.
—Mido 1,77 m, peso 51 kilos. Calzo 40. Mi mamá es ama de casa. Mi papá trabaja de albañil. Y yo, modelo. Agradezco que me haya tocado ser modelo. Porque me encanta sacarme fotos, que me maquillen, que me peinen. Acá, en la clínica de mi jefe, me mantienen la piel, me depilan, me mandan a hacer el cutis de los pies.
Cuando Daniela Cott llegó a sus primeras pasarelas, tenía las manos roídas por las latas con las que se había cortado revolviendo la basura, las rodillas desvencijadas por arrodillarse en las tierras duras para jugar al fútbol. Era una chica torva viviendo en casa de varones. Diciendo, cuando le preguntaban, que quería ser abogada. Por decir algo. Por decir alguna cosa.
***
—Nunca fue una nena. Siempre andaba a los golpes con los hermanos. Las maestras me llamaban y me decían: "Daniela se pelea con los chicos y con las chicas, los tira al piso, los agarra a piñas, y si les puede pegar patadas les pega patadas".
Olga, la madre de Daniela, fuma en el extremo de una mesa, en el primer piso del edificio de Salvador Jaef. Juana, la madre de Olga, la abuela de Daniela, la mujer que aquella noche de 1984 miraba dormir a su manada, también fuma. Lleva tacos de quince centímetros, medias doradas. Tiene 60 años, va de rubio, de carterita pequeña plateada. Juana fue la primera de todos: la que tuvo la idea de salir a cartonear.
—Era el año 2000. Yo limpiaba casas por horas y mi marido era albañil. Primero me quedé sin trabajo yo y después él. Y no había ni para comer. Pensé "Algo hay que hacer, yo me voy a poner a cartonear". Y le dije a Patricia, mi nieta mayor: "¿Vamos?". Y ella me dijo que sí.
Alguien les prestó un carro y así llegaron, abuela y nieta, a Buenos Aires: por hambre, a buscar lo que despreciaba el hambre de los otros.
—Yo lloraba por ver hasta dónde habíamos caído, dónde habíamos llegado. Pero mi nieta me decía "Usted no llore, abuela, vamos a juntar".
Con el tiempo, Juana dejó de llorar, armó un recorrido por Barrio Norte, uno de los rincones elegantes de Buenos Aires y, desde entonces, nunca le faltó nada. Ni ropa, ni comida. Pero en el año 2005, Olga y Hernán, los padres de Daniela, se separaron y se quedaron, además, sin trabajo.
—No teníamos un peso —dice Olga—. A veces había solamente para darles de comer a los chicos a la noche. Es duro que tus hijos te digan si hay pan, y vos tener que decirles que no.
Así, sola, desocupada, con ocho hijos, Olga miró a su alrededor y lo que vio fue ese oficio que su madre ya tenía: tirar de un carro repleto de papeles. Y fue natural que empezara a salir con ella. Y fue natural, después, que Daniela empezara a salir también.
***
—Yo tenía trece años. No sabía qué era cartonear. Pero no me dio vergüenza. Lo hacíamos porque necesitábamos. Por eso cuando dicen la modelo cartonera yo me sonrío. Está bien, es verdad.
En el sofá de cuatro cuerpos del despacho de Jaef, Daniela se acaricia el pelo. Dice que cartonear no es ciencia difícil: que hay que abrir las bolsas, meter la mano con cuidado, separar botellas, papeles y cartones, volver a cerrar, dejarlo todo limpio.
—Lo hice durante un año y medio, todos los días. De siete de la tarde a nueve y media de la noche. Después llegaba, me bañaba, comía, y al otro día iba al colegio.
La vida hubiera seguido así por mucho tiempo —la vida podría haber sido así incluso hoy— si no se hubiera cruzado en su camino Marina González Wrinkle.
Marina González Wrinkle es argentina, diseñadora de bijouterie, y una tarde del año 2006 regresaba a su casa cuando vio a una altísima, a una delgada, a una ojizarca revolviendo en la basura de su edificio. Y se acercó.
—Me preguntó por qué hacía eso, me dijo: "Qué pena, sos tan linda". La empecé a cruzar seguido. Y un día me preguntó si yo no había pensado en ser modelo, si no quería sacarme unas fotos en la terraza del edificio. Le dije a mi mamá si le parecía bien, me dijo que sí y fuimos.
Marina González Wrinkle tomó las fotos y las llevó a la agencia de modelos de Ricardo Piñeyro, una de las más importantes de la Argentina, donde se interesaron en Daniela, donde pidieron conocerla y donde, después, decidieron becarla con un curso para enseñarle a moverse, a caminar, a alzar ese porte de garza. Daniela aceptó eso —ese curso— como aceptaría, después, otras cosas: con naturalidad adolescente, con indiferencia. A fines de ese año se anunciaron las inscripciones para el concurso Elite Model Look 2007 y un fotógrafo de la agencia la inscribió. Daniela, por entonces, ya no cartoneaba: los viajes entre Villa Caraza y la ciudad para asistir al curso de la agencia y a los primeros castings donde la rechazaban siempre por muy niña —tenía catorce años— se llevaban todo su tiempo, y eso incluía el tiempo del colegio donde empezó a atrasarse inevitablemente hasta acumular, hoy, un atraso de tres años.
—Cuando me dijeron que me habían anotado en el concurso yo dije "ni loca lo gano". Había unas chicas hermosas. Pensé que las podía superar.
La final fue el 12 de noviembre de 2007 en el hotel Sheraton. Allí Daniela desfiló, como todas desfilaron, ante el jurado formado por Roberto Viejo, de Elite Chile, Salvador Jaef, de Elite Argentina, y Jean Pierre Begón y John Bilboa, de Elite Internacional. Sentada entre el público, Olga, su madre, miraba tensa. Jean Pierre Begón desgranó algunas palabras sobre Elite y sobre lo importante que todo eso era para todos ellos y para todas ellas, y anunció el nombre de la primera finalista —Luz Carolina Blasón— y Daniela pensó "bueno, listo, no gané". De modo que cuando el hombre dijo la frase que empezaría a torcer su destino ella no estaba escuchando sino preocupada por mirar al frente, por mantener la espalda erguida, por perder con dignidad. Y fue entonces cuando vio, entre el público, los gestos de su madre (el júbilo, las lágrimas) y la frase se abrió paso hasta ella como un golpe: "Daniela Cott, ganadora del Elite Model Look Argentina".
—Se me saltaron las lágrimas. No lo podía creer.
Recibió flores, los abrazos. Pasó una hora, pasaron dos, hubo las fotos. Y después, dice, todo fue igual: se quitó el vestido, las sandalias, se calzó sus jeans, su camiseta, tomó el ómnibus y emprendió el viaje de una hora y media hasta Villa Caraza.
—Cené y me fui a dormir.
Días más tarde llevó a su familia a El Tío Chef, un restaurante con servicio de tenedor libre a pocas cuadras de su casa. Esa, dice, fue su celebración. Esa fue toda su celebración.
***
—Después del concurso, fuimos a Madrid invitados por Antena 3.
Jaef, en su sillón reclinable, suspira.
—Y fue tremendo. La productora nos llevó a comer a un lugar de paellas. Daniela empezó "Ah, qué olor asqueroso, yo no entro". Y yo desesperado: "Pero, Daniela, cómo olor asqueroso. Es exquisito". "Ah, no, qué asco, hay olor a podrido". Entonces la agarré y le dije "Daniela, te callás la boca porque te mato si me hacés quedar mal. Asco no, al contrario, a la gente le pueden dar asco cosas tuyas. Así que vas a entrar y vas a comer lo que haya". Entró, miró la carta. Empezó a decir "Yo lo único que como son milanesas con papas fritas". Y la productora decía "No hay problema, hablamos con el chef". Y yo "No, ella va a comer lo que haya". Una chica que estuvo en la calle, que se aguantó el frío, la lluvia, uno piensa que está preparada para cualquier cosa, para resistir las incomodidades de la vida. Y sin embargo es la que más se queja. Un día exploté, le dije "¡Pero vos quién sos, la modelo cartonera o quién, vos tenés que aguantarte diez veces más que otras!". Te saca de quicio.
Además de ganar el concurso, y de ese viaje a Madrid, Daniela hizo algunos desfiles para diseñadores argentinos de alta costura, alguna campaña publicitaria, algunas notas para revistas locales y europeas y, a principios de 2008, viajó a Praga para participar de la final de Elite Model Look Internacional junto a las finalistas de otros países. No ganó, pero en noviembre viajará a Francia donde acordó contrato con Elite París para trabajar allí una temporada. Y en España, asegura Jaef, las conversaciones para hacer una película sobre su vida están avanzadas.
—Mi vida no cambió, aunque me tengo que cuidar más. De no golpearme, esas cosas. Ya no me puedo agarrar a trompadas. A pegar me enseñaron mis hermanos. Ellos pegan con la falange, pero yo pego con los nudillos. Duele más. Y corta. En el colegio tenía la pelea prohibida. Si me peleaba una vez más, me echaban. Y una vez a una compañera que me molestaba le dije "Te voy a pegar, así que vamos a salir afuera". Y la esperé y le hinché los dos ojos y le rompí la nariz. Pero ahora me tengo que cuidar. Sé que esto no va a durar toda la vida.
Con esto, que no va a durar toda la vida, se compra ropa, golosinas, y ayudó a pintar la casa: de amarillo el frente, su habitación rosa, verde la de sus hermanos.
***
Llueve y es temprano. Las oficinas están silentes. Daniela derrama el cuerpo sobre una silla, sobre la mesa. Cierra los ojos, apoya la cabeza entre los brazos, bosteza. Olga la mira con sigilo.
—Ponete derecha, Daniela.
Daniela se pone de pie, camina, no sabe dónde ir, vuelve a su silla. Roe, sin entusiasmo, un bollo cubierto de azúcar mientras se balancea —atrás adelante, atrás adelante— en su silla.
—A mí me preocupa que a veces es muy agresiva con la gente —dice Olga—. Le digo que si desaprovecha esto, va a perder el trabajo y va a terminar siendo una triste ama de casa. Ella tiene un futuro, no como nosotros. Nadie quiere que ella pase por lo que nosotros pasamos.
Daniela mira sin escuchar, se balancea —atrás adelante, atrás adelante—, hasta que la silla cae y ella cae con la silla como caen los niños habituados a caer: sin un gesto. Olga mueve la cabeza, como quien suspira.
—Antes me daba bronca pero ahora ya no. Es continuo, es de todos los días. Yo le digo que es un engendro mutante.
Juana, su abuela, le ordena que se siente bien, que se enderece.
—Enderezate. La elegancia está cuando vas erguida, Daniela.
Después recuerda aquella noche, cuando llegaron a Villa Caraza, que no era el paraíso.
—El camión de la mudanza no pudo cruzar el puente así que tuvimos que bajar los colchones y caminar hasta un lomito de tierra seca que había, todo rodeado de agua. Mi hijo me dijo "¿Mamá, acá vamos a vivir?". Y yo le dije "Sí, mi amor, acá". Tardamos siete años en hacernos una casita de ladrillos. Lo pasamos muy mal. Por eso me da alegría saber que a ella, a pesar de que anduvo revolviendo basura, le cayó la varita mágica. Que a uno de nosotros le cayó la varita mágica. Yo luché para salir, para sacar a mis hijos, pero no pude, no pude.
Y, mientras su abuela se espuma los ojos, Daniela muerde un turrón y dice que hace poco fue a la playa.
—Una revista me llevó para hacer una producción de fotos. Pleno invierno. Y la productora me hizo meter al agua. Yo no quería, tenía frío. Me tuve que meter igual y me enfermé. Pero bueno, por lo menos conocí el mar.
—¿Y cómo era el mar?
Se encoge de hombros cuando dice:
—¿El mar? Es como el río. .
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